PALABRAS DE HÉCTOR ÑAUPARI EN LA PRESENTACIÓN DEL LIBRO BIFRONTE CARTAS DEL NAUFRAGIO / SUITES LONDINENSES DE ROBERTO SALAZAR GAMARRA
CASA DE LA LITERATURA, 15 DE SEPTIEMBRE DE 2011
Le doy sinceramente las gracias a mi compañero de poesía Roberto Salazar por honrarme con comentar su libro Suites londinenses. Creo que la ocasión es propicia para hablar del grupo literario al cual ambos pertenecimos, el grupo o movimiento cultural Neón, del rol que jugó la poesía de Salazar dentro del movimiento, y de cómo ésta ha evolucionado hasta éste su último, estupendo y elegante trabajo, publicado por el dedicado editor y también poeta, Juan Pablo Mejía, de Paracaídas Editores.
Entre los muchos finales que produjo la postrera década del siglo XX, en el mundo y en nuestro país, el que más tiene que ver con la poesía peruana es que los noventa fueron el último período donde los poetas nos organizamos, decididamente, en grupos literarios. Constituyó, además, el estertor definitivo del concepto de “generación” literaria, que tan equivocada como militantemente asumimos.
Empero, es también la década de los recitales multitudinarios de poesía. Cientos de ellos, en universidades, bares, parques, centros culturales, restaurantes, y en los lugares más inverosímiles que puedan ustedes imaginarse, con un público fervoroso y devoto, que seguía a los entonces jóvenes poetas, como Roberto Salazar, y estuvo ávido de conocer sus textos.
Transcurridos veinte años de esa circunstancia irrepetible, ¿cómo explicarlo? ¿Cómo entender a esas decenas de muchachos y muchachas que iban de San Marcos a la UNI, de la Villarreal a la Católica, del recientemente inaugurado Centro Cultural La Noche de Barranco a los bares del centro de Lima, el mítico Bar “El sapo” entre ellos, a leer y escuchar poesía?
Si una verdad muy aceptada pero poco difundida entre los literatos es que sólo escribir nos salvará la vida, la poesía y la amistad – como también las rivalidades – que ésta generó a partir de los grupos literarios que animaron la escena cultural del Perú del fin del milenio, fueron, para todos nosotros, los poetas del noventa, el único salvavidas al que pudimos aferrarnos en este país naufragado y encallado, abierto en canal como un toro sacrificado para una hecatombe, que iba hundiéndose sin cesar en el mar tenebroso del terror, la miseria, el cólera, la desesperación y la ausencia de salidas.
A la distancia de dos décadas, podemos afirmar que la vida se abrió paso de las formas más extrañas. Y lo comprueba que los jóvenes escritores de los noventa pudiéramos encontrar en la poesía el exclusivo vehículo donde expresar ese “vitalismo sensorial” al que aludimos Leo Zelada y este escriba en el prólogo a la Antología de Neón, 1990 – 2003. Confirma, además, el brillante argumento de nuestro escritor mayor, Mario Vargas Llosa, en su artículo Saúl Bellow y los cuentos chinos, que sostiene:
[….] que la literatura está envenenada de vida, que ella es un buen sitio para ir a respirar cuando el aire se enrarece y el mundo se vuelve asfixiante, que ella es una demostración irrefutable de que esta vida que vivimos es insuficiente para aplacar nuestros deseos y, por lo mismo, un acicate irresistible para luchar por otra distinta.
Entonces, en esa sociedad invivible que era el Perú de los noventa, el sórdido infierno en que se había convertido, la poesía joven, cual rosa del pantano, o margarita rodeada de cerdos, reinó, citando una vez más el ensayo de Vargas Llosa,
[…] con sus espejismos tentadores y sus tiernas imágenes, como la portadora de soluciones para los problemas, como la espléndida mentira de una vida que algún día vendrá.
Así, pues, desalentados de la política, con sus corrupciones paralizantes o sus expresiones extremas y totalitarias; abandonados a nuestra suerte en un país que parecía no tener ningún futuro y habíase convertido en “ese reino que nunca quisimos, y que nunca fue nuestro”, como escribió el poeta; finalmente, dispuestos a no pasarnos la vida debajo de mesas desprovistas esperando las bombas que nos aniquilen, o a ser desaparecidos por las fuerzas del orden cualquier noche sin luz y con toque de queda; resolvimos, sin siquiera racionalizarlo, que la mejor manera de hacerle frente a este apocalipsis era decir, con poesía, que íbamos a sobrevivir; que no iríamos en silencio hacia el corazón de las tinieblas; en definitiva, que con coraje y con resolución, lucharíamos y gritaríamos: ¡vamos a prevalecer!
En ese contexto, el grupo de los noventa que hizo de esa libertad de expresión poética ante la muerte y la disolución nacional su bandera, y jamás la puso a media asta, fue el Movimiento Cultural Neón. “Neón significa luz, luz en la oscuridad”, así lo definió Carlos Oliva, el poeta fundador, junto con Leo Zelada y Roberto Salazar, de este concilio literario, y que le dio el nombre por el cual fue conocido.
Quiero traer la memoria de Carlos esta noche, pues sé lo mucho que Roberto Salazar lo quiso, recordar con él sus “ojos de tigre inquieto” como lo definió bellamente el poeta Roger Santiváñez, y hacer patente su voz profética de lo que fue nuestra generación, y su propia existencia cortada intempestivamente, por el golpe seco de un accidente de tránsito, en su Poema sin límites de velocidad:
He visto una ciudad
una avenida
una calle inundada de cantos
de poemas sonando como bocinas de carros
y autopistas sin guardias de tránsito
poemas a 200 Km. P/H
libres
raudos
veloces por llegar
a los oídos del mundo
donde la ansiedad
la droga
y los atropellos
inventan colores siniestros
y en medio de todo
yo con mi bocina
yo con mi voz levantada
entre tantos accidentes
risueño
ilusionado
y sin más palabras
que estos versos sin frenos por las avenidas.
una avenida
una calle inundada de cantos
de poemas sonando como bocinas de carros
y autopistas sin guardias de tránsito
poemas a 200 Km. P/H
libres
raudos
veloces por llegar
a los oídos del mundo
donde la ansiedad
la droga
y los atropellos
inventan colores siniestros
y en medio de todo
yo con mi bocina
yo con mi voz levantada
entre tantos accidentes
risueño
ilusionado
y sin más palabras
que estos versos sin frenos por las avenidas.
Me permito asimismo, con la venia de Roberto, rendir mi homenaje a Juan Vega, otro integrante de Neón, volverlo a hacer habitar estos rincones literarios, con su poema Para Ericka, que dice en el final de su segunda parte:
Nadie paga por vivir
menos aquí
la vida se escapa
si no la tomas por asalto.
A ellos, donde quiera que estén, estoy seguro que verán con satisfacción e ironía la ruta a donde nos ha llevado la vida, a los miembros sobrevivientes, tal como en el título de una famosa novela de aventuras, Veinte años después. Y con ellos, a Miguel Ildefonso, el mejor poeta peruano de los últimos veinticinco años, a Paolo De Lima, Mesías Evangelista Ricci, Eli Martín, José Gal’lino Bardales, Isabel Matta Bazán y todos los que formaron Neón en sus distintas etapas.
Así llegamos a Roberto Salazar. De todos, el más leal a los principios inspiradores del grupo Neón, el que siempre tuvo como su mayor misión responder a sus postulados fundamentales: la reivindicación de la poesía urbana y de la modernidad literaria, así como la reinserción de la poesía en la esfera pública, como espacio horizontal de la sociedad civil. Algunos de nosotros – mea culpa – nos alejamos y regresamos de esos paradigmas como las olas, que se van de la orilla pero siempre vuelven.
No obstante, creo que nadie de Neón, como Salazar, pudo sublimar, en textos bellos y reflexivos, en libros como Contra el muro, Arte Rupestre, Canciones y Ciudad sitiada, el desencanto, la angustia, esa “ansiedad en tinieblas” como reza el título de un poema de Miguel Ildefonso. Pero esa angustia que motivaron sus primeros textos tiene rostro, piel y cuerpo de mujer. Salazar asume el romanticismo con una profesión de fe que seduce y conmueve. Nos dice el poeta, por ejemplo:
Quizás te encierren mis ojos
y mi palabra te evoque
criatura perdida en el océano
una mañana funesta te perdí
certeros rastros:
¿Qué huellas dejaron?
De otro lado, observa:
Parece que ya estás en el fondo
de mi cuerpo y de mi aire
que a la distancia entre los dos es un
abrazo a la nostalgia
que los nudos de silencio al fin se
soltaron para dejar su lugar
al turbulento bullicio de los bienoyentes
Y sostiene, finalmente:
Quisiera hundir la fuerza de mi aliento en tus
tibios labios
curar las heridas del amor en una proclama
manifiesto mudo de los dioses
pero me encarno en esta carne que es nada
sin ti
sólo viento llevando mis ansias a un rincón
del mundo desvalido.
Para mí, los poemas de Roberto Salazar ha sido una guía continua. Sus textos han sido un bálsamo que me han permitido darle algún reparo al dolor por el inexplicable comportamiento de la mujer amada, a su tenacidad implacable por desgarrarnos el corazón hasta hacerlo tiras, por decirnos que no justo cuando nos declaramos, para luego pedir volver, entre lágrimas, pero sólo por la costumbre, a nuestra trágica torpeza de amar a quien no nos corresponde, o cuando amamos a más de una mujer.
Sus poemas me han servido para hallar alguna lógica a la insensatez de, si se produce la desventura de tener que compartir a la mujer querida con otro, ella no nos permite que seamos nosotros los compartidos, y nos abandona sin más. Me permiten entender, como quien mira desde la ventana del pasado romántico, que el mundo en efecto se ha “feminizado” y que ese comportamiento caprichoso es ahora atributo principalísimo de los hombres, ante el desconcierto de las mujeres.
Pero Suites londinenses nos ofrece al poeta que ha hecho su luto, que evita ocuparse de una mujer que ya no lo desea, que ha vuelto de la batalla del corazón, en la que nunca hay victorias, para brindarnos una poesía vibrante, sostenida, apasionada, de grandes acordes, muy acompasada, como el rock psicodélico al que rinde homenaje, y al que identifico con el Movimiento Cultural Neón, por su compleja historia, sus miembros desaparecidos, y los logros alcanzados.
Son muchos los artistas educados y versados en las leyes de la poesía que se han volcado al rock: Bob Dylan, Lou Reed y Patti Smith son los primeros nombres que vienen a mi mente. De otro lado, escritores laureados como Leonard Cohen, Allen Ginsberg o William Burroughs se acercaron al rock sin demasiados complejos, comprendiéndolo como un fenómeno en el que las barreras entre el arte culto y el arte popular, entre la experiencia artística mediada y el acontecimiento vital público, se hacen difusas logrando una representatividad inmediata en varios campos a la vez.
Un caso único, claro está, es Jim Morrison: un rockstar que es al mismo tiempo, un poeta sublime. Lo vemos, de entrada, en las letras de sus canciones, lo mismo que en los poemarios que ha escrito: Las nuevas criaturas, Los señores, Una plegaria americana y otros poemas. Cito de él una parte de su poema Oda a L.A., pensando en Brian Jones, muerto:
Has abandonado tu
nada
para completarla con
silencio
Espero que te hayas ido sonriendo
como un niño
en los serenos vestigios
de un sueño.
Si el Rey Lagarto vivió como se escribió en su epitafio – puesto en su tumba en el cementerio Pére–Lacheise en París, al que peregriné durante mi estancia europea – “conforme a su propio demonio”, en el caso de Pink Floyd esto se elevó a una categoría colectiva.
En su vocación grupal, como señalamos al inicio, Salazar reconoce el talento de cada uno de los integrantes del grupo definitivo del rock hecho arte, en su delirante complejidad, en álbumes como The Piper and the Gates of Dawn, o El flautista a las puertas del alba, del cuento El viento en los sauces, de Kenneth Grahame, que, al igual que el movimiento del que nuestro poeta formó parte, destaca valores como la amistad, la lealtad, las satisfacciones de llevar una vida ocupada y laboriosa, los sencillos placeres de la comida y la bebida con amigos.
También, The Dark Side of the Moon, o El lado oscuro de la luna, donde la búsqueda vital se adentra, incluso, en la locura. Y es así como inicia el poemario, con el homenaje a Syd Barret, el más talentoso de ese grupo de genios que fue Pink Floyd, el cual terminó loco y recluido en la casa de sus propios padres, hasta su muerte. Dice el poeta:
¿Qué pasa ahora en mi estúpido país?
El feroz desierto parece engullir plenamente mi sueño ahora
Es la balada de la noche que se hinca a mis pies
Y un viejo sonámbulo caminando sin cabellera por mi sala
Me atemoriza
Pero es solo un viajero que perdió el bus de regreso a casa
Es solo un gran viajero nada más sin lentes.
Su apreciación por Roger Waters, nos conduce a los compromisos del músico, bellamente identificados en el siguiente verso:
En esencia todos seguimos siendo lo mismo
crecemos así
sin comprender totalmente las cosas de la realidad
miro la noche y oigo su sonido metálico
pero nadie me dice lo mismo
abro el día en mi ventana
el sudor comienza a salir por todo mi cuerpo.
Asimismo, se destaca un poema brillante, cadencioso como un blues, es el poema UFO, a mi juicio el mejor del libro:
Si hablas mucho o demasiado
de las que cosas que suceden
si tienes una pista por donde deslizarte
con patines blancos
si sucede que miras alrededor
y solo hallas silencio tras silencio
en tu cuerpo encontraste cicatrices extrañas
soy yo que fui a visitarte, tristeza.
“Y con los años vividos hasta aquí”, como reza el verso final del libro, cabe preguntarnos, ¿Qué es Neón, veinte años después? ¿Una tarea concluida? ¿Un trabajo en progreso? Creo que ni una cosa ni otra. Si los textos son las piedras que hablan ante el silencio de los profetas, como sostiene la Escritura, los libros de todos los poetas mencionados, dan cuenta de una solución de continuidad, y una madurez poco vista en colectivos anteriores, en el Perú y en América Latina. Lo mismo la incursión en la novela, el cuento y el ensayo, en varios de sus integrantes primeros. Por eso, la historia definitiva de Neón, como la de Roberto Salazar, no se ha escrito todavía.
Muchas gracias
(Fin)
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