Más que frenesí, erotismo: la poesía de Manuel Luque
Palabras preliminares a El huerto de los alientos
Héctor Ñaupari
Con la paciencia de Florentino Ariza, el trémulo amante de Fermina Daza, que logra hacerla suya tras lustros de espera, Manuel Luque ha dejado transcurrir una década para que veamos publicada su ópera prima, El huerto de los alientos. No lo lamentamos. Como el vino añejo, este poemario ha sido pensado y elaborado para deleitarnos luego de un largo tiempo.
Ese dilatado lapso no ha impedido, sin embargo, la lacerante actualidad del título del libro de Luque. Estoy seguro que ésa no ha sido su intención. Pero, como la vida no es sino una siniestra ironía, pues todos los nacidos estamos condenados a muerte, no imagino una mejor metáfora que la suya para la patria de nuestros días: el Perú es hoy El huerto de los alientos, ora contenidos, ora expulsados con total obnubilación, confrontados y sumergidos en un odio insensato los que, ayer nomás, eran ánimos hermanos y afrontaban el futuro unidos y con algún grado de optimismo.
En ese orden de ideas, si los poetas somos locos sagrados, que profetizamos en nuestros versos, junto al poemario que presentamos, imagino que ninguno representa mejor el momento actual que el verso final de Los dados eternos de César Vallejo:
“porque la Tierra (el Perú)
es un dado roído y ya redondo
a fuerza de rodar a la aventura,
que no puede parar sino en un hueco,
en el hueco de inmensa sepultura”.
es un dado roído y ya redondo
a fuerza de rodar a la aventura,
que no puede parar sino en un hueco,
en el hueco de inmensa sepultura”.
Dicho esto, alejémonos por un momento del Cementerio general que será pronto este reino (el título del poemario de Tulio Mora que también se realizará para el Perú), y entremos en El huerto de los alientos.
Si el divino Borges hablaba de la ambrosía de la uva, “vino del mutuo amor y de la roja pelea” creo que este libro responde a esa calificación. Este poemario añejado tiene gran equilibrio, y en él encontramos sucesivos y diversos matices, algunos ya conocidos, como el inquisidor cuestionamiento a la ciudad, o la misantropía de quien está de vuelta de todo; sin embargo, mantiene toda su aspereza, su vigor y su agresividad, lo que le hace único, extraordinario e irrepetible.
He de confesar que El huerto de los alientos me ha hecho volver a la vertiginosa década de los noventa. En su revival de canto urbano, de erotismo masculino y sin freno, de elogio a los amigos, de cigarrillos y trasnoches, me he sentido joven otra vez. Quizás esto último hace que este libro se vuelva, en su lectura, entrañable para mí.
En poemas tales como “Confesiones de un descreído”, “Alabanzas del desorden”, o “Tres poemas con tres toques mágicos” me he hallado en mis veintitantos, leyendo con mi grupo, el Movimiento Cultural Neón, transitando febril por las calles del centro de Lima, de Jesús María, de Lince, de Barranco, en las Universidades. Me he vuelto a ver reflejado en los espejos de los hoteles baratos donde amaba con desafuero a mi primera mujer, y con culpa (pero con no menos frenesí) a mi primera amante. Por eso le agradezco a Luque, porque gracias a él y a su libro El huerto de los alientos “por estas calles [yo también] he buscado el tiempo que dejé en los bares”.
Entremos en materia. A mi juicio, hay dos elementos centrales en la poesía de Luque: el erotismo impúdico, misógino y viril, y Lima, ciudad maldita, monstruosa como una Gorgona, feroz como un tigre de bengala hambriento.
En primer lugar, quédome con el erotismo sin sutilezas de su poemario. A duras penas me es posible trazar la tenue frontera entre la pornografía y el erotismo: es tan traslúcida como una gota de sudor. En esa cartografía corporal Luque se conduce sobria y delirantemente (no es una contradicción: en el sexo se es posible ser suave y firme, abandonarse al placer sin perder la perspectiva consciente de aquello que se hace) al mismo tiempo.
En ello Luque sigue a otra deidad: el divino Octavio Paz. El erotismo, de acuerdo a Octavio Paz está vinculado con la poesía. En su conocido ensayo, La llama doble, Paz afirma lo siguiente:
“La relación entre erotismo y poesía es tal que puede decirse, sin afectación, que el primero es una poética corporal y que la segunda, es una erótica verbal. (…) La imagen poética es abrazo de realidades opuestas y la rima es cópula de sonidos; la poesía erotiza al lenguaje y al mundo porque ella misma, en su modo de operación, es ya erotismo. Y del mismo modo: el erotismo es una metáfora de la sexualidad animal”.
Con esta idea en mente, Luque realiza una exploración del cuerpo de la amante y de su propio cuerpo en este poemario cargado de erotismo. Para nuestro poeta, el amor erótico sólo es posible alcanzando al otro, a la otra mitad, pero marcando su distancia, donde la orilla que hay cruzar es la pareja amorosa, y a partir del encuentro con ella se completa el proceso de auto conocimiento. El yo no se realiza sin el tú en su poesía. Por eso nos dice en Confesiones de un descreído: “ebriamente bebo / del vaso de tu pubis”.
Como poeta hormonal, Luque quiere aludir a su propio sexo en la otredad de su amante, enuncia su sexo pero subordinado al manejo de ella, quien lo hace reaccionar, lo sacude con ímpetu, lo emplaza a existir en cuanto goza y se realiza en el eros, y se completa en su locura orgásmica. El huerto de los alientos afirma la sexualidad del poeta, sienta las bases de su experiencia vital: en este libro la evocación tiene conocimiento de causa. El poeta nos lo explica en su poema No sé de qué otra forma decirlo: “Como una hembra también puedo gemir y llegar a tu puerta / llegar como la noche el frío que acaricias”.
En otros momentos, a nuestro autor le importa el sexo por los vestigios que deja en su yo, por la materialización de la amante en cada relación satisfactoria, por la capacidad que ella posee al desplegar todos sus esfuerzos para culminar en el poeta su anhelo erótico, y demostrar que él está subordinado a la experiencia vital que de la cual su amante es agente imprescindible. Sólo así nos explicamos el verso del poema Sobre tu sonrisa: “Porque soy un animal inhalo la poesía que expele / tu vientre”.
El erotismo de Luque responde a los sabores femeninos de fin de siglo, al cínico convencimiento que para amar de verdad a una mujer hay que odiarla, que no sea posible conservarse indemne de su instintiva y luciferina capacidad de enloquecernos, de seducirnos, de perdernos.
De creer, ilusos nosotros, que somos conducidos a la cima, como escribe el poeta: “Yo debí ser Dios y no el hombre que recitaba su vientre como un poema”, en realidad, luego somos coronados, pero no de laureles ni de estrellas, y así se lamenta el vate “como cuando me traicionas con tu piel de niña / y tu alma ramera”. Y es que el amor a la mujer es la única piedra con la que el hombre se tropieza más de dos veces.
Sugestivo en su misoginia, Luque aplica el consejo de Friedrich Nietzsche, quien escribió: “el verdadero hombre pretende dos cosas: el peligro y el juego. Por eso quiere a la mujer, que es el juguete más peligroso”. Y también, el de Honoré de Balzac, que expresa: “Cuando las mujeres nos aman, nos perdonan todo, incluso nuestros crímenes; cuando no nos aman, no nos dan crédito de nada, ni siquiera por nuestras virtudes”.
Por eso, el poeta maldice a su amada con la ciudad. En el poema Las playas del ayer, dice: “y andarás ebria por estas calles oliendo a mi ternura”. Lima es la penitencia de la mujer perdida. Qué mayor castigo para las fariseas que esta pesadilla que llamamos capital: Lima se metamorfosea en el séptimo círculo del infierno de Alighieri al cual es arrojada la traidora.
Del mismo modo que para Sebastián Salazar Bondy, para Luque Lima es la ciudad Gorgona, una “máquina destructora de fantasmas”, que logra en todos una “enérgica limpieza del inconsciente del pueblo desviado de sí mismo por la petrificante Medusa pasatista”, como escribe en ese libro que muchos conocen pero que nadie lee, Lima la horrible. Esta metáfora salazariana es extraordinaria, pues así como Medusa podía matar después de muerta, y nada se resistía a la visión de sus ojos terribles, Lima es, para Luque, “un cementerio gris sin placeres”, como nos expresa en Poema. No hay esta ciudad muerta espacio para ninguna satisfacción, ni siquiera para la necrofilia, podemos concluir.
En Lima, por último, transcurre errabundo Manuel Luque, como señala en su poema A la distancia: “la ciudad que ahora recorro como ese aire fugitivo / que alguien olvidó inhalar a la distancia”.
Finalicemos este comentario emplazando a Manuel Luque, una vez que ha pasado por esta poesía erótica y urbana, misógina e insolente, políticamente incorrecta, que ha salido de la soledad aprehendiendo y poseyendo a la amante en su poesía, y revalorado el acercamiento al otro en el amor como fuente de conocimiento que brinda la sensación de satisfacción y complementación del yo, a convertirse en un poeta de toda la acción humana.
Con esa esperanza, celebro la valentía, la serena misoginia, el arrebato, la generosidad y el aplomo de Manuel Luque en ofrecernos este poemario suyo, El huerto de los alientos. Que la vida le dé el coraje suficiente para seguir publicando.
Muchas gracias
(Fin)
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