Palabras
de Héctor Ñaupari en la presentación del libro Escrito en los afluentes de Miguel Ildefonso en el Cholo Bar de
Barranco
31 de
octubre de 2013
Aunque
no lo parezca, la vida confiere – a quienes se arriesgan, claro está, según el
dístico de Virgilio, la fortuna favorece
a los audaces – segundas y hasta terceras oportunidades, o excepcionales
privilegios. En mi caso, uno de los mejores honores que se me ha otorgado es el
de compartir la amistad del mejor poeta peruano contemporáneo, Miguel Ildefonso.
Y de haberlo hecho siendo jóvenes, velando nuestras primeras armas literarias,
en el recorrido febril de esta ciudad babilónica, formando parte de esa tribu
poética llamada simplemente Neón, en bares paradigmáticos como Las Rejas, La
Catedral, el Queirolo, Mammalia, o en las diversas Universidades donde leíamos
nuestros poemas aurorales, y exorcizábamos con nuestros versos la hecatombe que
era en esos momentos el Perú.
Años,
distancias, cercanías, pérdidas, libros y premios vieron crecer mi admiración y
fortalecer la amistad con Miguel, “el mejor de nosotros”, como alguna vez
señalé. Contemplar el crecimiento de un creador, verse posicionado entre el
público que asiste a su madurez, que lo advierte y aplaude, es algo
excepcional. Llegados a nuestro ser adultos, leer o escucharle recitar los
poemas de Canciones de un bar en la
frontera, Las ciudades fantasmas,
MDIH, o Los desmoronamientos sinfónicos, me ha permitido comprobar lo que
en las tardes o noches incandescentes de los años iniciales de los noventa
intuía: la suya era y es una poética arrobadora, genial, urbana e histórica al
mismo tiempo, como una síntesis viviente, hecha con el nervio único del que
sabe narrar en poesía, capaz de trascender incluso sus propios referentes y
así, hallar una voz propia, singular, decantada como el mejor vino.
Y hele
aquí con Escrito en los afluentes,
obra que ha merecido el Premio Iberoamericano de Poesía Juegos Florales de
Tegucigalpa 2013, que se añade a merecidas e importantísimas preseas como el
Premio Copé de Poesía, el Premio Nacional PUCP, por citar dos de las más
reconocidas.
Miguel
Ildefonso me ha dicho muchas veces –o lo ha declarado otras tantas – que dejará
de escribir poesía, tarea que al creador auténtico supone terrible sacrificio:
la de dejar, pulgada tras pulgada, la piel, el alma, el corazón agrietado de
latir, en una pelea que se sabe de antemano perdida. Su más reciente libro – me
resisto profundamente a decir que será el último de poesía que Ildefonso escriba
– no nos deja indemnes ni indiferentes: en tiempos como éstos, de indolencia
masiva producida por la tecnología, nuestro autor responde y alcanza una
soberbia madurez, se hace un poeta de este mundo, un poeta en tiempo real:
ciudades alejadas se acercan en la intimidad de sus versos, y éstos son más
cercanos con sus reflexiones, los poetas del Medioevo, del XIX y del XX se
confunden como amigos nuestros, con héroes antiguos y cantantes modernos, con
animales dolientes y más poemas suyos. Los afluentes en los que ha escrito su
obra llegan al centro de todo, hacen al mundo uno y a las historias una sola
historia.
Y allí lo dejo, para escucharlo, como antes, como
ahora, como siempre. A mí no me queda duda: seguirá escribiendo, pues, como
supimos cuando éramos jóvenes y fieros, escribir y vivir son uno y lo mismo.
¿Qué haremos entonces, Miguel, cuando el destino nos alcance? Darle cara, cual
un Danton ante sus jueces, y decir como él: “nous faut de l'audace, et encore
de l'audace, et toujours de l'audace”, necesitamos audacia, y más audacia, y
siempre audacia, como de la poesía de Miguel Ildefonso. Muchas gracias.
Héctor Ñaupari
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