Palabras de Héctor Ñaupari
Presentación de la Antología “Confesiones de un Descreído” de Manuel Luque
Municipalidad de San Luis, viernes 21 de diciembre de 2012
Le agradezco a Manuel Luque la gentileza de permitirme presentar la muestra de poesía actual Confesiones de un descreído, donde aparecen veintidós poetas respondiendo un mismo cuestionario y presentando sus textos.
Todo libro es una oportunidad. Y Confesiones de un descreído no escapa a esa categoría. Es una oportunidad para responder a las inmensas preguntas celestes que abordó Antonio Cisneros, “el más amado de los pequeños dioses”, a quien rindo, con esta presentación, mi homenaje, lo mismo que al poeta, periodista y catedrático Mario Razzeto, también recientemente fallecido, y compañero de generación del autor de David y Crónica del Niño Jesús de Chilca, ambos dilectos y queridos amigos. Ésas preguntas se refieren a la literatura peruana.
Esa oportunidad también se encuentra en las respuestas de los poetas a las otras preguntas celestes planteadas por Manuel Luque, todas ellas notables, con espléndidos aportes en cuanto a sus definiciones, modos de entender la poesía, la manera de abordar este particular quehacer, lo que los motiva o aquello que rechazan. Es una chance, sobre todo, de encontrar denominadores comunes pese a sus acusadas individualidades. Veamos.
Dejemos de mirarnos el ombligo: la literatura peruana es relativamente joven, sobre todo si la comparamos con otras literaturas. En diez siglos de producción literaria – frente a las cinco centurias de este “lecho de espinas, de caricias, de fieras” como definió a nuestra patria Sebastián Salazar Bondy – es natural que otras comunidades tengan escritores de gran valía. Así ocurre en la literatura italiana con Dante, en la literatura inglesa con Shakespeare, o en la literatura española con Cervantes.
Para todos los poetas de estas tierras “de metal y melancolía”, como escribiera en su soneto A Carmela, la peruana, el gran Federico García Lorca, hoy antologados por Luque, César Vallejo es el poeta peruano por antonomasia, el aedo por excelencia. Para bien o para mal, su influencia es definitiva, en todos los entrevistados, con independencia de la procedencia, el género, la edad o el tipo de poesía que realizan.
Como señalara Marco Martos en su ensayo La poesía peruana del siglo XX, “Vallejo significó, entre otras cosas, para la poesía escrita en español en el Perú, el tránsito definitivo de una época de tanteos a otra de logros persistentes, que es el punto en que nos hallamos. Ignorar este hecho, como alguno de cuando en cuando pretende, nos pone en el terreno de la poesía en una situación adánica, comenzando siempre de nuevo, partiendo de la nada.
Vallejo es una mole en medio de nuestro camino literario y su poesía tiene una fuerza y una belleza nunca vistas en el idioma español. Así lo reconoce Jorge Eduardo Eielson en este texto:
No me es posible escribir
sin recordar
por lo menos tu nariz padre César
No me es posible enterrar tu perfil
en una rima y nada más. El fulgor
que pone en marcha mi esqueleto
y tiñe mi sangre de rojo
no viene de las estrellas
sino de ti padre César
Tú que ayunabas noche y día
en este mundo pero te nutrías
de universo ¿cómo hiciste
para convertir tu sollozo
en pan de todos tu desesperación
en agua pura?”
Hace bien en reconocer el autor de Cabellera de Berenice y El mar de las tinieblas que Vallejo es un animal grande y corpulento, el toro de Pucará de las letras peruanas, el décimo de sus nueve monstruos, que pisa siempre fuerte, al cual se puede apaciguar, del que es posible escapar o al que se debe enfrentar, pero de ninguna manera desconocer ni desairar.
En ese sentido, tomando en cuenta la influencia de Vallejo en la poesía peruana del siglo XX, y reconociendo las influencias que recibió el propio creador de Trilce y Poemas Humanos, es posible sugerir, como lo hace el notable poeta Pedro Granados, en su meridiano ensayo Contra el cinismo: poesía peruana actual, que en realidad hay dos, y sólo dos, cauces mayores de la poesía nacional: “el del hedonismo por las palabras y los sutiles paralelismos, no pocas veces más conceptuales que verbales, propios del barroco, donde ni nuestro padre tutelar (César Abraham, claro está) estuvo a salvo de esa impronta (pues, afirma Granados) la suya es una poesía donde confluyen, en vigoroso y primerísimo oxímoron: vanguardia (anti poesía) y el amor por sus lecturas del Siglo de Oro, en particular Luis de Góngora”.
Respecto a este surco mayor de nuestra poesía, el hedonismo barroco hispánico (y que Vallejo, su mayor representante en el siglo XX, puntualizamos, no ha hecho sino afirmar o consolidar), se apresura a aclarar Granados que, “obviamente no nos estamos refiriendo al gusto canónico del siglo XVII ni, mucho menos, al del barroco decadente típico de los comienzos del siglo XVIII; somos conscientes que si hemos de referirnos a la persistencia de los gestos barrocos en la poesía peruana es en su dialéctica con otras estéticas que, con el paso de los años, han ido incorporándosele, llámense éstas surrealismo, conversacionalismo, objetivismo, etcétera”.
No pasemos por alto que los dos últimos libros de poesía de César Vallejo, Poemas Humanos y España, aparta de mí este cáliz, reúnen la intensidad vanguardista con la métrica castellana del Siglo de Oro español, a decir de los críticos más especializados.
Ahora bien, quien de los poetas peruanos haya, en los casi cien años de influencia vallejiana, efectuado una verónica, un natural, una gaonera, una lopecina, ú otro quite torero contra este soberbio toro de lidia, morucho – castellano, mandón, de excelso trapío y portentosa bravura, lo ha realizado o lleva a cabo hasta hoy a través de lo que Granados ha dado a llamar “el británico modo”.
Sostiene el autor de Poemas en hucha que cuestionar a Vallejo y, con él, al barroquismo poético peruano de los anteriores cuatrocientos años de nuestras letras “se tradujo, a nivel formal, en la generalizada adopción por parte de los poetas peruanos – aunque con distintas escalas de impacto en cada una de sus obras – del británico modo.
En los años 60 esta estructura lírica – el monólogo dramático – creado por el poeta postromántico inglés Robert Browning, permitió la matización – a partir de dar cabida a la intimidad de un sujeto social por lo general pequeño burgués y educado, aunque políticamente comprometido – de lo que era el social realismo imperante en la década anterior. Y el público lector, básicamente universitario como los propios poetas, saludó y poco a poco fue adaptando su horizonte de expectativas a este modo de poetizar”.
Entonces, sostengo que los siguientes cincuenta años de poesía peruana, de los sesenta hacia adelante, han sido una sorda pero encarnizada guerra anglo – española, o hispano – inglesa, como quieran denominarla.
Olvídense de las generaciones y de sus líos parricidas, coartada vil que se cae a pedazos y se descascara irremediablemente, por su descrédito académico y metodológico, y es usada para que no notemos los poetas aquello que, a partir de Granados, acabo de indicar.
Así, el medio siglo de poesía contemporánea nacional, gran fresco cuyas últimas pinceladas recoge con maestría Manuel Luque en el libro que presentamos, con lo que de ruido y silencio ha tenido, a saber; con la explosión de Hora Zero, Kloaka y Neón, donde cada uno de ellos lanza furibundas proclamas, repitiendo la ya vieja usanza vanguardista de declarar obsoleta toda tradición precedente y consagrarse fundadores de una nueva era;
con la retención, el misterio y el silencio de las “aves raras” de la poética peruana – como tituló Luis La Hoz al libro que los antologa – como Vicente Azar, de los años 30, para quien Vallejo pesó como una lápida; Augusto Lunel y Pedro Gori, en los años 50; Walter Curonisy, en los 60, y en el 70, Juan Bullita, Guillermo Chirinos Cúneo, Enriqueta Belevan, Patrick Rosas, Óscar Aragón y Armando Arteaga, todos cumpliendo ese ideal de poesía callada, como diría Martín Adán, llena de secretos y levedades, como también insulares, por la dificultad del acceso a su obra; la poesía femenina, de Blanca Varela a Monserrat Álvarez, y de Rosina Valcárcel a Isabel Matta, pasando, por cierto, por Carmen Ollé, Rocío Silva Santisteban y Dalmacia Ruiz Rosas.
Lo mismo, en las imágenes que han promovido: la del poeta sacerdotal, prototipo del sujeto unívoco; la del poeta que se instituía en voz y boca de los marginados y acallados; o, aquella que veía al poeta como operador de discursos; también, el poeta progresista y político;
junto a aquél, el poeta demiurgo, portavoz del conocimiento liberador y de los poderes de la palabra, como su versión más pedestre o terrenal, la del poeta agente de la democracia, activista creyente en el gran diálogo de todas las sangres; y, en su mayoría reciente, el poeta bohemio, antiacadémico, provinciano, obrero y marginal que, entre ruidosas diatribas y gesticulaciones desafiantes, daba cuenta de su sugestivo universo.
Todos, todos ellos, los antologados, las más recientes generaciones, este comentarista, e incluso las que vendrán en los siguientes cincuenta años, se encuentran signadas por la contienda sanguinaria entre lo barroco español o el británico modo, cada uno en sus respectivas intensidades; con las frustraciones, desengaños o acomodos políticos que han llevado a cabo o padecido, según el caso; en el pico de su emoción declarativa, que tiene sonido y ruido, o en la que tiene silencio, misterio, levedad.
En lo que falla Granados en el ensayo citado es en dar temprana muerte a los poetas nacionales del británico modo. El “desgaste definitivo” al que alude el anti poeta peruano respecto a éstos, cosa paradójica o de justicia poética, no es tal, precisamente gracias a la partida de Antonio Cisneros, al que, salvo este poeta, ninguno de los entrevistados por Luque recomienda leer, y la muy reciente de Mario Razzeto.
Como se sabe, en las letras la muerte es consagratoria. Y con su desaparición física es altamente probable que su estilo, su modo de hacer poesía, en la que no basta con escribir lo que se siente sino lo que se quiere decir, o los temas que ha abarcado sean (este escriba es optimista) el británico modo tenga más bien un renacimiento.
Claro está, ambas maneras de hacer y escribir poesía, con sus enfrentamientos y vicisitudes, sus tiempos y sus circunstancias, enfrentan un enemigo más feroz. Lo dice claramente Jaime Bedoya en su nota sobre la muerte del autor de Canto ceremonial contra un oso hormiguero:
“inquieta que haya muerto Antonio Cisneros porque se va consolidando lo que podría ser el fin de una etapa de la expresión intelectual nacional. No hay recambio generacional a la vista. En todo caso lo cubre y oculta una masa autocomplaciente y onanista, embobada con el babel electrónico y la soledad de la arrechura virtual. Inquieta, pero no preocupa. Los jóvenes a fin de cuentas siempre tienen abierta la posibilidad de irse a la mierda, oportunidad que rara vez desaprovechan”.
Si bien creo que hay recambio generacional en el intelecto, la crítica y la literatura nacionales, como en ambos modos poéticos – lo atestigua con acierto el libro de Luque, donde la casi unanimidad de los entrevistados ha decantado por el barroquismo hispano – es cierto que la masturbatoria juventud de nuestros días aparezca como la principal enemiga de la poesía peruana y su desarrollo en el siguiente siglo.
En efecto, al joven peruano de hoy no le interesa el pasado ni se afana por el futuro: solo vive el presente absoluto. Su ser unidimensional también es unitemporal. Ni siquiera existe como el sujeto político que debería contribuir a recuperar el sentido de la política en el Perú.
La más reciente poesía joven parece seguir por esa senda insípida e inmediatista. Envuelta en un homoerotismo que no pone ni conmueve, en un estilo tanático – pienso en la sobrevalorada y sobrepromovida Giuliana Llamoja – que parece en realidad una explicación de porqué no cometió el crimen que todos sabemos realizó, es hija del déficit de lecturas, el google como sucedáneo de las bibliotecas, y la ignorancia atrevida hasta el límite de lo indecible.
Por tanto, creo que la madurez en la literatura peruana, en su quinto siglo de existencia, se dará cuando reconozca a sí misma como un discurso diferenciado, con un corpus propio y características que las hacen distinta de otras tradiciones. La fusión entre lo barroco y lo coloquial es, de esta suerte, y a juicio de este poeta, el paso a seguir. Lo atestigua que la mayoría de los entrevistados tenga, junto a Vallejo, autores ingleses o norteamericanos como sus poetas de cabecera.
De no seguir ese camino, al tener claro a cual escuela, tradición o estilo pertenecen, y afirmarse en ella, los poetas peruanos – entre ellos, los antologados por Luque – estarán más libres para crear. Serán ya totalmente conscientes que la temática poética está en ellos mismos. Entenderán que nace de sus propios fantasmas, ángeles, duendes y demonios.
No se verán atrapados por el juego sin fin de las generaciones, ni su arte se verá sometido a exigencias extraliterarias, como la construcción de la identidad nacional, la política o la forja de la conciencia del pueblo.
Comprenderán que su única misión es escribir. La obra literaria es una obra de arte autónoma que vale por sí, y lo que hace que una obra literaria se distinga de un tratado filosófico, de un ensayo histórico o un reportaje periodístico, es el elemento estético, fundamental en la obra de arte. Parece una verdad de Perogrullo, pero no lo es.
Con esto dicho, finalizo celebrando el libro que pone en nuestras manos Manuel Luque, y que nos define, como hace Antonio Cisneros en su poema Oración:
Oración
Qué duro es, Padre mío, escribir del lado de los vientos,
tan presto como estoy a maldecir y ronco por el canto.
Cómo hablar del amor, de las colinas blandas de tu Reino,
si habito como un gato en una estaca rodeado por las aguas.
Cómo decirle pelo al pelo
diente al diente
rabo al rabo
y no nombrar la rata.
tan presto como estoy a maldecir y ronco por el canto.
Cómo hablar del amor, de las colinas blandas de tu Reino,
si habito como un gato en una estaca rodeado por las aguas.
Cómo decirle pelo al pelo
diente al diente
rabo al rabo
y no nombrar la rata.
Muchas gracias
(Fin)
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