jueves, 20 de octubre de 2011

Palabras de presentación de Héctor Ñaupari sobre el libro "La estación de la muerte"


PALABRAS DE HÉCTOR ÑAUPARI CON OCASIÓN DE LA PRESENTACIÓN DEL LIBRO LA ESTACIÓN DE LA MUERTE DE JOSÉ MANUEL LUQUE

CASA DE LA LITERATURA, 7 DE OCTUBRE DE 2011

Quiero confesarles algo: Yo aprendí el oficio de hacer poemas de otros que antes lo aprendieron de otros, y me hace feliz pensar que tal vez con mi trabajo he podido ayudar al aprendizaje de los que siguen. Ese pensamiento se hace realidad con los bellos y fúlgidos poemas de José Manuel Luque y su Estación de la muerte.

La gratitud no es una virtud frecuente; más bien lo contrario. Por desgracia, casi nunca abunda en el Perú, país donde la mezquindad y la envidia son tumultuosas, y serían, de encarnarse o hacerse leit motiv, los partidos políticos más grandes y duraderos de nuestra historia. Y esto llega a extremos de órdago en la literatura peruana, cuyas cotas de infamia son legendarias y nunca insuficientes. Gracias a esas taras, en las letras peruanas siempre se puede estar peor.

Por ende, la historia del Perú y de su literatura está llena de hombres y mujeres que mucho han contribuido a forjarlas para bien, en uno u otro aspecto, y que no han recibido a cambio más que el desprecio y la ingratitud de sus contemporáneos, aunque coincidirán conmigo en que un hombre que disfruta del privilegio de dedicarse a una profesión que le hace feliz, que hace lo que le gusta hacer, y que además constantemente percibe que la gente le quiere, más que un mérito tiene una bendición. Y éste es mi caso.

Por eso quiero agradecer a José Manuel Luque por permitirme presentar su segundo libro. Si, como dice el vulgo, en la repetición está el gusto, entonces, debo sentirme doblemente honrado. Por cierto, como expresa el poeta y prócer cubano, José Martí, honrar, honra. Por eso confío que mi gratitud hacia Luque me haga ganar un pedazo de cielo luminoso, y no ese gris panza de burro de esta Lima que él retrata con furia, desolación, rabia y melancolía, y que es un tema central de su libro.

Lima es una ciudad de la que todos se vengan. A la que nadie quiere ni desea, prefiriendo vivir en ella, como dice el poeta, invadidos de escombros. Pero todos de espaldas a todos, mirándose el ombligo de sus recuerdos: los más pobres se aferran a los recuerdos de sus pueblos pobrísimos, los que evocan, en su obstinada ebriedad, en fiestas patronales y clubes departamentales, en sus yunzas y corta montes; los más encumbrados, a los de sus casonas de amplios ventanales y sus báquicos cócteles; los medianos, al mito de la jarana y el callejón de un solo caño, a la encerrona de salsa dura, a la pollada y la pichanga de aquéllas, que ya no se hace más.

Otra confesión: soy bilingüe, como los reptiles y las secretarias. Hablar la lengua viperina de los abogados y la nítida de los poetas debe ser una gracia hermosamente triste, o triste y dulce, como imaginó Vallejo para su mítico Trilce. Pero, a diferencia del derecho, de todo lo enreda y enturbia, cuando hablamos de la poesía y de quien la practica hablamos de un arte luminoso que ha alumbrado y vertebrado a las sociedades donde el género príncipe ha sido guía y pauta. Entonces, yo escribo poemas para expresarme, pero también para comunicarme. Y es que, como escribió Octavio Paz: "El arte no es un espejo en el que nos contemplamos, sino un destino en el que nos realizamos".

Con esta cita del autor de La llama doble se inicia el artículo "Alejandra Pizarnik: la poesía como destino" del profesor Enrique Pezzoni. A Pizarnik cita constantemente Luque en su Estación de la muerte. Referirme a ella es una obligación, por considerarla nuestro poeta uno de sus referentes, lo mismo que al decrépito bribón de Bukowski, poeta de los bajos fondos y los desagües.

Una tercera confesión: Yo escribo poesía por el gusto de hacerlo. Poetizar me da placer. Me salva la vida. Por eso, para mí, tener el oficio de ser poeta es un privilegio. Aparte, te ocurre que te invitan a presentar un libro, como ahora. Pero si he querido comentar los poemas de Luque es porque sus versos me conmovieron en su profecía e iluminación.

Su texto hace énfasis en lo descrito por el autor de Libertad bajo palabra, ya citado, cuando confiesa que “la poesía es revelación, es vida en esencia, es el universo que se pone de pie. En realidad, la poesía nos hace ver todo como nuevo, como recién nacido, porque ella es descubrimiento, iluminación del mundo”. Esto es doblemente cierto para mí, por mis personales razones. Por ejemplo, renovar el amor con mi mujer, con este poema suyo:

“Nuevamente iremos en busca de la felicidad, aunque ésta sea sólo una palabra
con espasmos y taquicardia
aunque siembre semillas y no den fruto con los años
aunque mi corazón sea un campo estéril
quiero en ti sembrarme
echar raíces y en tus hojas plasmar mi sonrisa
ir más allá de las promesas
donde tu sueño se mece en mi pluma”

Lo demás me lo guardo para el lecho y la mesa del hogar. Intuyo que Luque ha sufrido como yo. Y es que sucede, como dice Borges, ese Tiresias de nuestras letras, que “Toda literatura es autobiográfica, finalmente. Todo es poético en cuanto nos confiesa un destino, en cuanto nos da un vislumbrar de él”.

Veamos, para terminar, un último rasgo de La estación de la muerte. Si este poemario puede calificarse como “social” en algunos de sus mejores versos, es porque reivindica valores como la libertad y la justicia como un algo único, pues no hay libertad sin justicia, ni justicia sin libertad. 

Si Luque reivindica la justicia y la libertad, ausentes en esta Estación de la muerte llamada Perú, es porque reivindica la vida, que hoy está ausente en millones de nuestros compatriotas, que nos matan todos los días en sus buses, o que se dicen de izquierda y le dan de comer alimentos envenenados a los niños, o se hacen pasar como gente de bien y arrojan jóvenes de palcos, o quieren parecer niñas y jóvenes mujeres “de buena presencia”, pero que asesinan a sus novios arrojándolos de un abismo insondable o a sus madres de más de cuarenta puñaladas, sin otro motivo explicable que el de ya no quererlos o de odiarlas.

De este modo, Luque sigue, cual contradicción en términos, en su Estación de la muerte, la senda trazada por Vicente Huidobro, quien señaló que “la poesía da vida a la muerte y más vida a la vida. La poesía es la vida de la vida, por eso podemos decir que es el juego de la vida y de la muerte. La poesía siente más que nada el destino del hombre, y cuando creéis que está cantando, ella está llorando la libertad que es el paraíso perdido o, mejor dicho, el paraíso nunca hallado del ser humano”.

De esta manera, en este extremo del paraíso perdido, denominado Perú, tal vez los insanos sean los cuerdos y nosotros los locos. Tal vez sea normal para ellos abusar de sus propios hijos, matar a sus madres o asesinar sólo porque si. Pero mis principios y mi conciencia me dictan que no, que eso no es correcto. Y creo que Luque está de acuerdo conmigo. Su Estación de la muerte, a pesar del título (bello pero lúgubre, como el cadáver de una mujer hermosa) reivindica a la humanidad perdida en estas tierras en su sentido más amplio.

Su texto honra a los humanos de verdad, en su luz y en sus desgarramientos, a sus ciudades, de pesadilla, pero también de amanecer, que nos acoge y de las que formamos parte. Luque cree – o, al menos, así me parece – en el realismo de soñar en un futuro donde la vida sea mejor y las relaciones más justas, más ricas y positivas, y siempre en paz. Eso que no existe en los hogares más pudientes, ni en los más pobres, de este naufragio que llamamos, por pura convención, nuestro país.

Si los poetas estamos alejados de este montón de criminales, envidiosos, resentidos y mezquinos que mal llamamos peruanos, creo que la tarea social de la poesía es la de un rescate. La de salvar, en medio de ese huayco indetenible, de esta Estación de la muerte, de este tren sin conductor hacia el abismo, abierto en canal como un toro a ser sacrificado en una hecatombe, a aquellos que lo merezcan, que crean, por ejemplo, en el sueño de Basadre, que entrevió en medio de esta mugre invivible “una patria invisible”, o que fue reconocida, por ejemplo, en Romualdo y su Canto coral a Túpac Amaru. 

Ya Juan Gelman decía que “la poesía es resistencia frente a un mundo que se vuelve cada vez más cruel, cada vez más terrible, deshumanizante, porque todo lo que pasa no está fuera de lo humano, y creo que la palabra es una forma de resistencia muy clara frente a todo esto. Lo extraordinario es cómo la poesía, pese a todo, a las catástrofes de todo tipo, humanas, naturales, viene del fondo de los siglos y sigue existiendo. Ese es un gran consuelo para mí. Va a seguir existiendo hasta que el mundo se acabe si es que se acaba alguna vez”.

Espero que, cuando el mundo concluya, la Estación de la muerte se cuente entre los textos definitivos de nuestra literatura. Entretanto, poeta, escriba para salvar la vida; ame a muchas mujeres de la noche, que no le pidan cuentas; beba más el vino que la cerveza, que no engorda y deja peores resacas; y viaje por todos los confines para hacer la experiencia, pues, como le contaba Sherezade al cruel sultán Sharigar, en las aventuras del mítico Simbad, es el viaje, y no el destino, lo importante.

Muchas gracias
(Fin)


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