jueves, 8 de diciembre de 2011

Zumbayllu nº 7 por el escritor peruano Roger García / Primera Parte

Zumbayllu
      Nro.07                                   Noviembre 2011

EL NUEVO SENTIDO
HISTÓRICO DEL INDÍGENA EN EL PERÚ


PROPÓSITO DE LA CARÁTULA:
BRUNO PORTUGUEZ

José María Arguedas
(1911-2011)




«En la literatura, José María Arguedas es a Mario Vargas Llosa, lo que en la política fue José Carlos Mariátegui  a Haya de la Torre. Ahora que en el país se abre la posibilidad de convertir la polarización y la frustración en reconciliación, la vida  y obra de JMA retoman la vigencia que nunca debió subestimarse.»
Gabriel Uribe

Apuntes para un paralelo entre Mario Vargas llosa y José María Arguedas, en el contexto de la ola revolucionaria que les toco vivir;
ARTEIDEA  Nro. 14
VORTICE  Nro. 28






PINTURA DE  EVER ARRASCUE




  BIOGRAFÍA

José María Arguedas nació en Andahuaylas, en la sierra sur del Perú. Proveniente de una familia mestiza y acomodada, quedó huérfano de madre a los dos años de edad.  Sus estudios de primaria los realizó en San Juan de Lucanas, Puquio y Abancay, y los de secundaria en Ica, Huancayo y Lima.
Ingresó a la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos, en 1931; allí se licenció en Literatura, y posteriormente cursó Etnología, recibiéndose de bachiller en 1957 y doctor en 1963. De 1937 a 1938 sufrió prisión en razón de una protesta contra un enviado del dictador italiano Benito Mussolini. Paralelamente a su formación profesional, en 1941 empezó a desempeñar el profesorado, primero en Sicuani, Cuzco, y luego en Lima, en los colegios nacionales Alfonso Ugarte, Guadalupe y Mariano Melgar, hasta 1949.  Fue Director de la Casa de la Cultura (1963-64) y Director del Museo Nacional de Historia (1964-66). En el campo de la docencia superior, fue catedrático de Etnología en la Universidad de San Marcos (1958-68) y en la Universidad Agraria La Molina (1962-69). Agobiado por  con flictos emocionales, puso fin a sus días disparándose un tiro en la cabeza.
Su obra narrativa refleja, descriptivamente, las experiencias de su vida recogidas de la realidad del mundo andino, y está representada por las siguientes obras: Agua (1935), Yawar Fiesta (1941), Diamantes y pedernales (1954), Los ríos profundos (1958), El Sexto (1961), La agonía de Rasu Ñiti (1962), Todas las sangres (1964), El sueño del pongo (1965), El zorro de arriba y el zorro de abajo (publicado póstumamente en 1971). Toda su producción literaria ha sido compilada en Obras completas (1983). Además, realizó traducciones y antologías de poesía y cuentos quechuas. Sin embargo, sus trabajos de antropología y etnología conforman el grueso de toda su producción intelectual escrita, y no han sido revalorados todavía.



EL NUEVO SENTIDO HISTORICO DEL CUZCO

       Por José María Arguedas

Se ha interpretado siembre la palabra K’osk’o como que significa ombligo, es decir, centro y ojo del imperio, cuando el Perú fue el imperio de los Incas. Residencia del Inca, hijo del Sol y padre universal de todos los indios, la gran ciudad legendaria de la que se hablaba en los confines del Imperio como de algo extraterreno y maravilloso, La ciudad dentro del arte, de la riqueza, de la sabiduría y del poder.
Durante las fiestas principales, los nobles bailaban en las grandes plazas con la mejor música que había creado el hombre de este lado del Nuevo Mundo; luciendo sus vesti­dos más hermosos, ñustas y príncipes danzaban, ofrendan­do al Sol y al Inca su arte más noble y el arte más perfecto de tejedores, orfebres y joyeros. Era, el centro, el dueño de la fiesta, el Inca, el Padre Amado, el Solo, el Único; para él la alegría, la luz y el fuego de los artistas, la hermosura del cielo y de las nubes, de las’ flores y de las aves, del oro y de las piedras preciosas. La ciudad del refinamiento; lo mejor de las provincias era llevado allá para que adornara la resi­dencia del Inca. Y los mejores de entre los hombres: los amautas y los poetas, los músicos y los alfareros, los pinto­res y los arquitectos, los tejedores y los joyeros; y los prín­cipes, los nobles y los dioses de todos los pueblos y las mu­jeres más hermosas. ¡K’osk’o! La gran ciudad; en-las pro­vincias lejanas, y aun entre los pueblos guerreros mas so­metidos, al oír su nombre surgía en las almas la imagen de lo insuperado, lo inigualado, de lo único perfecto, y de la más alta y suprema hechura del hombre.
El peregrino, el mensajero o el visitante que llegaba a al­guna de las abras desde donde ya se divisa la gran ciudad, se prosternaban con el más profundo respeto para decirle: ¡Napaykukuykim jatum K’osk’o!, ¡yo te saludo, oh gran ciudad! Y después podía contemplar la capital, el centro del mundo.

Las abras que rodean al Cuzco son lejanas; los cerros, ca­si por todos los lados del horizonte, se levantan azules, en­tre la bruma de la distancia; parecen mirar a la ciudad con el respeto antiguo, imperial y mítico, rodearla y defenderla de los vientos y de la intemperie, pero sin olvidar que es la resi­dencia del hijo del Sol, del Señor de la belleza y de la fuer­za, descendiente del que formó el Universo. Por las tardes, en el crepúsculo, esas montañas enrojecen, como grandes es­pejos iluminan la ciudad, embellecen más aún la luz del sol; en sus faldas oscuras la luz amarilla se hace honda, grandio­sa y humana; como espejos reflejan el crepúsculo sobre los barrios y sobre las plazas; el crepúsculo hecho luz amarilla, resistible y vuelta en puro color, en pura luz hermosa. En esa claridad, así iluminada, la ciudad, hoy mismo, es otra vez sagrada, mítica, y el alma del hombre que en ella mora se prosterna. Y cuando cae el crepúsculo, mientras tocan las campanas, el cielo oscurece, la sombra avanza sobre el fuego de las nubes, en oleajes profundos, como cansada, el cielo parece hundirse más; y la gran ciudad cambia en armonía con el horizonte y el cielo; ambos, el universo y ella se trans­miten su palpitación, su dolor y su agonía... Cuando ano­chece, y desaparece el cielo, mientras aún tocan las campa­nas, prenden los focos de la luz eléctrica; y hay que irse a la gran plaza de armas para seguir contemplando la ciudad en la cúpula y en las torres de los templos.
No es sólo la ciudad. Los indios captan la belleza del mundo en sus grandes ciudades, perseguían la unidad entre el horizonte, el cielo y el paisaje con la urbe; hacían de la ciudad la imagen del universo, el mirador de la belleza del mundo en su sitio más excelso y sensible: Cuzco, Cajamarca, Machupicchu; ciudades vivas o muertas, el hombre que entra en ellas es despertado en todo lo que tiene de superior y sen­sible; y su sed de belleza, de ensueño, de armonía y de infi­nito es rebasado y herido.
Los conquistadores demolieron casi toda la ciudad y des­truyeron la obra que había costado siglos de trabajo y de perfeccionamiento al genio creador del indio; convirtieron las joyas más preciadas en vulgar oro, exterminaron a los príncipes y destrozaron las canchas los templos y las plazas. Todo el imperio lloró por la destrucción de la ciu­dad que era la obra maestra de los indios; se estaba destro­zando el verdadero corazón del mundo indio, sus ojos, su centro, su, cerebro, su juez en arte y sabiduría: «Y yo me acuerdo por mis ojos haber visto á indios viejos, estando a la vista del Cuzco, mirar contra la ciudad y lanzar un alarido granado, el cual se les convertía en lágrimas salidas de triste­za, contemplando el tiempo presente y acordándose del pa­sado»..., dice Cieza de León, un español, cristiano de espíri­tu, que vio aquella destrucción y ese dolor.
Se acabó el Cuzco imperial, sobre sus ruinas se pelearon los mismos conquistadores, y allí encontraron su tumba Gon­zalo Pizarro y el otro, Diego de Almagro. Y empezó el lar­go, oscuro y, terrible tiempo de la agonía en que el espíritu indio, la sangre india había de recomenzar otro destino; des­tino que llegaría a su alba, a su nueva luz, después de este oscuro tiempo de lucha, de dolor inmenso, de golpes y de bárbaro sufrir. Alba y nueva luz cuyo símbolo vivo acaso volvería a ser la misma ciudad imperial antigua, transforma­da, convertida en otra, en sus barrios, en sus plazas, y en el espíritu de sus hombres; pero bajo el mismo cielo, protegida por los mismos aukis  lejanos, gigantes y hermosos, bajo los mismos vientos, bajo las mismas estrellas; pero nueva en su sentido imperial, en su destinó, en su símbolo y en su mundo.

El Cuzco no podía ser destruido como residencia; como ciudad había sido hecha para la eternidad, tenía geográfica­mente cuanto el hombre busca para asentar su morada. Y. los conquistadores se quedaron en ella. Transformaron la ciudad hasta donde pudieron, según la exigencia de su cul­tura, de su religión y de su sentido de lo urbano. Esa obra duró siglos, a pesar de que se hizo de prisa. No pudieron o no quisieron derruir los cimientos de algunos templos y pa­lacios y sobre ellos construyeron templos y residencias; sin sospechar que esto también llegaría a ser un símbolo y una imagen del futuro mundo peruano, y donde quedaron esos cimientos quedaron las calles, se salvó lo suficiente para que siglos después la evocación del Cuzco imperial pudiera ser profunda y pudiera llegar hasta lo más recóndito del espíri­tu, aprisionándolo y deslumbrándolo, conmoviendo al hom­bre común y al artista, al historiador y al peregrino, y despertando con altiva fuerza el orgullo de todos los que pueblan ahora los territorios del antiguo imperio indio.
La transformación, que fue a la vez germinación, duró si­glos; pero los conquistadores siguieron en mucho la geogra­fía del Cuzco imperial, tuvieron que hacerlo; la espada de los invasores no pudo destrozar todo el cuerpo de la gran ciudad; sus casas, sus templos, la residencia de sus jefes prin­cipales, se alinearon en el orden inca, algunos de sus tem­plos se asentaron donde fueron los templos indios, en los si­tios que los incas habían escogido, y aun la plaza de armas quedó en la plaza imperial antigua. Así fue, y por eso la re­miniscencia y la evocación del Cuzco imperial ilumina con tanta fuerza; por eso la ciudad de hoy es todavía un poco mágica, cautiva, o inspira en quien entra en ella un secreto e inmenso respeto, lo exalta y lo subyuga. Esta continuidad y contraste entre la ciudad quechua y la castellana tiene una rara e imposible armonía; entre lo quechua en su base, en su genio, en su hondura, y lo español y su acabado, en la cima, en lo alto del muro que, sin embargo, tal parece a ratos, que comenzará desde la entraña misma, desde la honda raíz: de nuevo, símbolo e imagen del mundo peruano de hoy.
Pero aun hay otra causa que explica esta psicología del Cuzco: fueron los mismos indios los obreros de la reconstrucción de la ciudad al modo español; los conquistadores eran pocos para hacer de obreros y la conquista los había elevado a una inmensa categoría y no volverían jamás a em­plearse en menesteres de oficio y obrería; ahora eran due­ños, «werak’ochas», semidioses, ocupaban el lugar del Inca en mando y poder; dirigieron la transformación de la ciu­dad, pero manos indias desataron los muros incas, manos in­dias desgalgaron las piedras del Sacsayhuamán con las que se levantaron la catedral y los otros templos cristianos; obreros indios, artistas indios levantaron los nuevos palacios españoles, esculpieron las piedras, tallaron la madera de las grandes puertas y de los primeros altares. Este hecho fue de una importancia apenas calculable hoy que constatamos sus consecuencias: fue el primer camino abierto hacia la crea­ción del verdadero mundo nuevo en el Perú. A poco, los in­dios se convirtieron en los artífices preferidos y casi únicos, e infundieron su genio, su inspiración, su fantasía, su modo de concebir, de crear y de realizar el arte, en toda la estruc­tura, en el espíritu, en la fisonomía y en lo interior de toda esa nueva ciudad que germinaba del suelo o de los cimientos de la otra, de la de los incas, de la milenaria. Por eso los mo­numentos que hoy contemplamos en el Cuzco con exaltada admiración, desde la calle o por dentro; las torres y cúpulas de los templos, severas, levantadas bajo el cielo, hermosas e imponentes por sí mismas y por estar donde están, y los retablos y sus marcos dorados, los cofres y la joyería de los santos, el tallado increíble de los altares y de la piedra de los arcos; las puertas y ventanas de iglesias y residencias; el Cuzco entero de hoy tiene el hálito de lo indio, en ese con­traste imposible con lo español del que ya hablé, llamado contraste por sus dos elementos distintos, por la armonía y unidad en su esencia estética, y por la fuerza con que des­pierta y colma el ansia de belleza.

Destrozado el imperio, aniquilada la estirpe inca, organi­zada la servidumbre de los indios, hecho el reparto de tie­rras y pueblos entre los conquistadores; mientras los espa­ñoles levantaban el nuevo Cuzco, el recuerdo, el símbolo, el significado del Cuzco imperial se fue borrando en la conciencia de los pueblos disgregados, mutilados en su centro, esparcidos y colocados bajo otro sino y dentro de un nuevo orden en que fueron reducidos al último lugar. En pocas generaciones se olvidaron al Inca y a la ciudad centro y ojo del Imperio. Solo los pueblos cercanos, los de Vilcanota, los de Apurímac, los de los ríos sagrados y de los valles quechuas puros, siguieron y siguen prosternándose en las obras que cir­cundan la gran ciudad, cuando van a visitarla; hoy mismo, a la vista del Cuzco, ornada de catedrales y hecha ciudad cas­tellana, se descubren, y de rodillas la saludan con la antigua voz india: «¡Napaykukuykim jatum K’osk’o!». El Cuzco perdió así su significado imperial absoluto. Y comenzó un nuevo proceso.
En los siglos duros y brutales de la Colonia germinó un nuevo Perú que hoy parece muy próximo a su definición. El pueblo español llegó para fecundar el Nuevo Mundo, no  sólo a conquistarlo. Con la generosidad sin par y desenfrenada, propia de su sangre y de su espíritu, con violencia cruel e impaciente redujo al pueblo conquistado a la servi­dumbre, y no dejó un punto del gran Tahuantinsuyo donde no hubiera clavado su planta e impuesto su mandato; pero con la misma energía y desenfreno, pan y fruto de su vio­lencia, fecundó a ese pueblo, y multiplicó sobre la nueva tierra los árboles, las plantas y el reino animal superior de Europa. Pero los siglos, el medio, el paisaje, la inmensa ma­yoría del pueblo sojuzgado, modelaron, a pesar de todo, esa tremenda fuerza. Y los descendientes lejanos, los peruanos de hoy, han encontrado que también lo indio es su estirpe; y como el proceso ha de seguir, como los elementos determi­nantes seguirán influyendo y mandando, acaso más tarde esta estirpe india podrá ser la dominante.
Pero ha bastado la conciencia de hoy para que la anti­gua, la milenaria ciudad imperial empiece a cobrar su ex­tinguida categoría espiritual: centro y símbolo del Perú nuevo.
Y los hombres de las cuatro regiones -el anti, el kolla, el chinchay y el kunti-los que conocen la historia y tienen la conciencia del proceso y del destino dé este Perú más pe­queño, pero nacido del centro, del foco máximo de la cultu­ra inca; esos están empezando de nuevo a ir en peregrina­ción a la gran ciudad; y a la vista de ella, a su proximidad, también se descubren, como los indios quechuas, y al en­trar a sus calles lo hacen con la veneración y el orgullo de los antiguos indios, aunque en éstos es orgullo y emoción que viene de un espíritu más alto e iluminado.
Bajo el cielo nublado, cuando en el horizonte los aukis levantan su cumbre hasta la tiniebla de las nubes, el Cuzco es gris, acerado, como la tierra de las montañas que lo cir­cundan, del color del cielo, de las nubes, y de las piedras que también reciben y reflejan la sombra del horizonte. La fa­chada de los grandes templos parece más ancha, más alta, más severa y mejor. El crepúsculo o la sombra de las nubes es el color que mejor capta la ciudad; el oro, el gris solemne y penetrante de las grandes nubes o del oscurecer vespertino. En esa luz, las calles incas, estrechas, duras y clavadas en la tierra como las rocas. perpendiculares de granito, y su re­mate de balcones gráciles y castizos, se funden con una armonía; lo inca y lo castellano, con profunda sed, en indiso­luble y apasionada unidad estética; las cúpulas y las torres con los muros indios, los escudos blasonados con la piedra imperial donde fueron esculpidos. Y como la voz de toda esta unidad hecha de elementos bárbaramente extraños, unidad de genios, de razas, de mundos diferentes, fundidos por la obra del dolor, del tiempo y de la voluntad humana; voz áurea de esta nueva armonía, en el silencio de la aurora, a las cinco de la madrugada, canta la gran campana del Cuz­co, la «María Angola», con el oro inca refundido, hecho voz cristalina e inimitable. Porque cuando ella canta a esa hora parece que fuera realmente la voz de los aukis lejanos, de las estrellas y del cielo, de la ancha quebrada oscura, de las ca­lles vacías, y del propio corazón sensible de quien la escu­cha, del espíritu transido o exaltado de quien bajo la gran ciudad ha esperado hasta el alba.  

                                   En La Prensa, Buenos Aires, 19 de octubre de 1941.




 

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